Relato 1º del concurso: Oscura Rendición


Este es el primer relato escrito para el concurso de parejas del blog. Esta escrito por:

Paty C. Marín: Cuentos íntimos (punto de vista de ella)
Dulce C. López: El club de las escritoras (punto de vista de él)

Se llama Oscura Rendición y han elegido hacer la misma versión desde dos puntos de vista diferente, el de él y el de ella. Es para mayores de 18. Quedas avisad@

***

OSCURA RENDICIÓN



Primero escuchaba un suave zumbido y con él, llegaba el calor. Un intenso hormigueo se extendía por su piel incluso después de que el látigo hubiese abandonado el contacto con su tierna carne. Tras ella, el ángel Castiel volvió a levantar el brazo y otro azote restalló contra la piel desnuda de la diablesa de piel blanca. Las cadenas que la mantenían atada con los brazos por encima de la cabeza tintinearon cuando Jezabel se estremeció de dolor. Se encogió nuevamente, pero los grilletes de sus tobillos la mantenían anclada al suelo. Contuvo el aliento y cerró los ojos para contener las inevitables lágrimas de dolor; ante todo, no quería mostrar sus debilidades a Castiel, al cual amaba por encima de todas las cosas. Incluso por encima de su propia vida.

Jezabel se había resignado al tercer azote y había perdido la cuenta de los golpes recibidos por el que hacía número treinta. Una brillante lágrima le resbaló por su pulida mejilla de alabastro. Reprimió un sollozo, la piel de su espalda ardía y ese hormigueo bajaba por sus muslos hasta hacerle temblar las rodillas.

Jezabel... —susurró Castiel tras ella, con la voz jadeante por el esfuerzo. La mujer se estremeció al escuchar la imperiosa suavidad en el tono de su verdugo, uno de los mejores soldados de las Huestes Brillantes que había alcanzado el rango de general únicamente reservado para los que eran Arcángeles. Desde la caída de Lucifer, las jerarquías celestiales habían cambiado mucho y Jezabel se sentía orgullosa de los logros de Castiel. Era un gran guerrero, fiero y orgulloso; pero esta admiración que la diablesa sentía no era apreciada, él no sabía que Jezabel le amaba.

Castiel descargó un nuevo latigazo sobre la espalda desnuda y ella gritó por la impresión, estremeciéndose al escuchar el sonido del cuero contra su piel. Ese golpe había dolido más que  los anteriores. Su amado estaba enfadado. Mucho. Bueno, ella soportaría todos sus castigos. No le importaba sufrir si con eso pasaba más tiempo con Castiel. Desde que fuese expulsada junto con los demás ángeles caídos, le había echado mucho de menos. ¿Se daría cuenta él de sus sentimientos? Seguramente no, pero, ¿acaso importaba?

Castiel la rodeó y se situó frente a ella. Cogió con firmeza su barbilla y la obligó a levantar el rostro. Jezabel sintió un ramalazo de placer cuando los poderosos dedos del ángel entraron en contacto con su piel; encontrarse con su mirada fue todavía más impactante. Castiel era muy hermoso, era un hombre de rasgos fuertes y dominantes, con el cabello negro y largo. Sus ojos eran de un color azul celestial, firmes y penetrantes. Jezabel se sumergió en la calidez de su mirada con el corazón acelerado. Por fin Castiel volvía a mirarla después de tantos años.

Ríndete —dijo él. Jezabel no pudo ocultar su sorpresa. Miró a Castiel a los ojos y buscó en ellos algún indicio de locura. Él era un ángel, ella un demonio: no existía la rendición cuando eras capturado, ningún demonio obtenía el perdón en el Cielo. Castiel siempre había sido fiel a sus ideales y jamás había mostrado piedad ante ninguno de sus hermanos caídos, a los que consideraba unos traidores. A Jezabel se le encogía el corazón al pensar que él la consideraba una traidora. Sin embargo en lo más hondo de su ser Jezabel se sentía feliz por que él profesase algún sentimiento por ella, aunque este solo fuera un profundo sentimiento de odio. Tanto el amor como el odio estaban alentados por el mismo fuego.

No tienes a dónde ir... —prosiguió, mirándola fijamente. Aquellos ojos azul oscuro eran dos lagos profundos, brillantes; como el universo que ella contemplaba cuando su hogar era el Cielo. Jezabel gimió al poder contemplar sus ojos y sintió una punzada de añoranza por volver a ver el firmamento azul a sus pies. Desde el Infierno solo se veía oscuridad—. Por favor, vuelve con nosotros. Regresa a la luz y abandona la oscuridad que abrazaste siguiendo las mentiras de El Maligno...

Ella apretó los labios negándose a responder a eso. Castiel nunca comprendería el sacrificio que todos sus hermanos y hermanas habían tenido que realizar el día que todos cayeron. Pero, a cambio de entregar la luz de sus corazones, habían obtenido la libertad. En el Cielo no se podía amar, no se podía profesar otro sentimiento que no fuese el de lealtad y fraternidad y el destino de todo ángel era el de servir a un ser superior. Lucifer había luchado contra esta opresión y el resultado había sido una escisión entre los seres celestiales.

—¡Jezabel!. Por el amor de Dios... —protestó Castiel apretando los dedos en su mandíbula. Jezabel derramó unas lágrimas sin poder contener la emoción. No le importaba que Castiel se enfadara más, al menos pasaría tiempo junto a él. Los años en el Infierno habían sido duros habiendo dejado atrás una parte de su corazón.

Castiel... —murmuró ella con la voz ronca de tanto haber gritado. Un destello brilló en los ojos del hombre, y ella sonrió con insolencia—. No debes pronunciar el nombre de Dios en vano —se burló.

El rostro de Castiel se descompuso. Le soltó el mentón. Durante un momento Jezabel sintió miedo al pensar que se había extralimitado. Su mayor temor no era volver a ser castigada o azotada hasta que su piel se desollase, eso no tenía demasiada importancia. Su miedo era más profundo y oscuro: no deseaba que Castiel se marchase y le dejase el trabajo a otro subordinado. Si tenía que matarla, la mano ejecutora debía ser la de su amado, no la de otro.

Pero Castiel, cuya ira bullía en la expresión de su rostro, no se marchó. Levantó el látigo y el cuero silbó el en aire trazando una espiral antes de restallar contra la piel de sus muslos. Ella se dobló por el impacto, tensando las cadenas del suelo y las del techo. Otro azote envió un ramalazo de calor por su costado derecho, luego otro por el lado izquierdo. Jezabel gimió y cerró los ojos con fuerza mientras el abrasador fuego se extendía por su cuerpo.

Por favor... —imploró—. No te detengas... —sollozó con los dientes apretados. Castiel detuvo los azotes y la agarró de los rubios cabellos. El tirón envió un placentero escalofrío por la espalda de la cautiva, cuyos labios se curvaron en una sonrisa de complacencia. Al abrir los ojos se encontró con los de Castiel, cuyas pupilas rugían de furia.

No hables. No quiero que... digas una sola palabra más — demandó. Jezabel apretó los labios lanzándole una mirada oscura a Castiel. El látigo resbaló de entre los dedos del verdugo y con las dos manos, el ángel sostuvo el rostro de la diablesa—. Hace años que esperaba este momento, Jezabel. El momento en que te castigaría por tu traición, el momento en que lograría hacerte cambiar de opinión, el momento en que regresarías con nosotros. ¡Pero eres testaruda!. ¿No lo entiendes?. Te ofrezco la redención...

No quiero regresar con vosotros —contestó Jezabel con orgullo. En lo más profundo de su ser, odió decepcionar a Castiel—. No quiero volver a someterme, no quiero ocultar lo que siento, no quiero tener una existencia vacía. Quiero vivir, amar y ser libre de someterme a quién yo quiera... Eres tú el que no entiende.

Castiel apretó la mandíbula y su nariz aleteó. Era tan guapo cuando se enfadaba... Jezabel suspiró de anhelo y dirigió una mirada hacia su boca firme, su mentón recio y su poderoso cuello. Allí, una vena palpitaba. Jezabel supo que se estaba conteniendo. De pronto, Castiel separó las manos de su rostro y le dirigió una mirada de... ¿indiferencia? Movió la cabeza a un lado y a otro en gesto negativo, agitando algunos mechones de su cabello oscuro. Luego se agachó y soltó los grilletes de los tobillos de Jezabel, haciendo lo mismo con el de sus muñecas. Incapaz de sostenerse por sí misma, la diablesa cayó de rodillas frente a él y levantó la mirada solo para ver como le daba la espalda.

Ha llegado tu hora, Jezabel. El arcángel Azrael se encargará de ti...

—¡No! —la diablesa se arrastró hasta los pies de Castiel antes de que abandonara la mazmorra y se abrazó a sus piernas, apretando la mejilla contra sus rodillas, marcándose en la piel los adornos de las perneras de su armadura—. Hazlo tú, Castiel. Si alguien tiene que matarme, has de ser tú, por favor... castígame como merezco... —más lágrimas brotaron de los ojos de la mujer, lágrimas de desesperación y tristeza. Azrael era el ángel castigador, el Ejecutor de las sentencias; Jezabel no deseaba morir bajo su espada. Su verdugo debía ser Castiel—. Soy una aberración de la naturaleza, Castiel... solo tú mano puede matarme... concédeme al menos esa gracia, te lo ruego —con la voz temblorosa y el labio temblando, Jezabel miró hacia arriba, buscando la mirada compasiva del ángel. Se encontraron y una corriente de melancolía inundó el pecho de la diablesa. No pudo contenerse, iba a morir en cualquier momento, debía echar más leña al fuego y poner a prueba el orgullo de Castiel para que fuese él quién la ejecutara. Había aceptado su destino en el mismo momento en que él la capturó—. Te amo, Castiel. Siempre te he amado —confesó con determinación, arrodillada a los pies de su verdugo, apretando el pecho desnudo a sus piernas, sintiendo el frío del metal en el torso—. Acaba conmigo para eliminar la vergüenza que sientes por mi...

Castiel no permitió que terminase la frase, enredó los dedos en su pelo dorado y la empujó de cabeza contra el suelo. Jezabel sintió el frío mármol en la frente y la rodilla de Castiel apretándose a su vientre. Después, fue su mano la que de pronto descargó un fuerte azote contra su trasero alzado por la obligada postura en la que se encontraba. Se hizo un ovillo, tragándose los lamentos y recibió un nuevo azote. La  mano desnuda de Castiel golpeó su piel desnuda, enviando una corriente de dolor mezclada con cierto placer por todo su cuerpo. Era lo más parecido a una caricia suya y Jezabel lloró de alegría.

No hables más, Jezabel. ¿Acaso te he dado permiso para hablar? —protestó Castiel con la voz contenida, descargando un nuevo azote contra sus nalgas. El dolor picante hormigueaba durante un segundo sobre su piel, luego se extendía por el resto de su cuerpo, estremeciéndola—. Di, ¿acaso te he dicho que puedas hablar? —insistió. Su demanda fue correspondida con una negativa.

No, mi Señor, no... —barbotó ella con nuevas lágrimas. Castiel tiró de nuevo de su pelo y la tumbó de espaldas contra el frío suelo de la mazmorra, forzando su postura para que permaneciese arrodillada. Jezabel se removió, con las piernas dobladas bajo su propio cuerpo.

Castiel se inclinó y cubrió los labios de Jezabel con los suyos en una cálida caricia convertida rápidamente en una fogosa demanda. Un torrente de confusión inundó la  mente de Jezabel incapaz de creer lo que Castiel estaba haciendo, pero recibió sus besos con alegría. Se sumergió entre sus labios abrasadores, aceptando lo que él le ofrecía sin pedir nada más. Cuando él se separó, sintió frío en los labios húmedos y le dirigió una súplica muda.

Entonces, a menos que te diga que hables, no digas nada... —masculló Castiel lanzándole una mirada ardiente. Sus brillantes ojos eran dos fuegos que crepitaban de deseo. Jezabel se sintió confusa y emitió un jadeo con el corazón latiéndole a toda velocidad. Cuando Castiel desvió la mirada hacia su cuerpo, la diablesa se estremeció de deseo, cubriéndose el cuerpo con los brazos en un ataque de pudor. Castiel rodeó su muñeca con los dedos y la apartó de su cuerpo—. No te cubras. Quiero verte.

Tragando costosamente, con el deseo burbujeando bajo su piel, Jezabel se descubrió ante su mirada. Castiel nunca había sucumbido a los placeres de la carne, era algo prohibido, pero ahora observaba a Jezabel con profundo interés y ella gimió en respuesta. La devoró con la mirada, quemándola, abrasando cada centímetro de su cuerpo desnudo.

Siempre fuiste más valiente que yo, Jezabel... —murmuró él posando una mano firme sobre su vientre. La diablesa jadeó, retorciéndose, con las piernas dobladas bajo su cuerpo. Castiel apretó el puño en sus cabellos con más firmeza y volvió a besarla con contundencia. Ella se derritió—. Siempre fuiste un sueño inalcanzable... hasta ahora.

Algo ocultó la luz sobre ellos y una suave pluma blanca se deslizó perezosamente hasta posarse sobre su pecho. Las blancas alas de Castiel se agitaron, extendiéndose en toda su envergadura, espléndidas y brillantes como un sol radiante. Curvándolas, Castiel cubrió su cuerpo y el de Jezabel, rozándole suavemente la piel con el extremo de sus alas. Ella le miró, con el corazón en un puño y sintió como su mano acariciaba su vientre descendiendo hasta la curva de entre sus muslos. Una llamarada de calor prendió bajo su estómago y se unió a la mano de Castiel cuyos dedos rozaron la sensible superficie de sus pétalos. Jezabel puso los ojos en blanco y se arqueó de deseo.

Oh, por Dios... —el gemido brotó de sus labios en forma de lamento. La risa de Castiel resonó en su pecho, metiéndose bajo su piel.

No pronuncies el nombre de Dios en vano, Jezabel... —se burló él. La diablesa no entendía nada, pero su mente dejó de procesar y solo tuvo pensamientos para los tiernos dedos de Castiel acariciándola suavemente.

Castiel —gimió ella con los ojos llorosos—. Quiero hablar...

Habla —permitió. En ese momento la caricia se profundizó y ella sollozó al sentir una repentina invasión en el interior de su cálido sexo.

No me someteré a tu dios, Castiel —balbuceó ella con los ojos cerrados. Sentía la necesidad de confesar esos sentimientos tan hondos que incluso se ocultaba a si misma—. Pero... a ti sí. A ti si quiero someterme... a ti deseo servirte, complacerte y...

Ya basta —la besó atajando su discurso y abandonó las caricias entre sus piernas. Ella se asustó, pero los labios de Castiel la tranquilizaron, igual que sus caricias por su cintura y sus caderas. Sus manos, antes crueles, eran ahora tiernas. No entendía nada, ¿por qué de pronto todo parecía maravilloso?—. ¿Quieres someterte a mi?. Ponte en pie, acércate a esa pared y apoya las manos sobre ella —ordenó.

Jezabel obedeció con presteza, mirando una sola vez a Castiel antes de darle la espalda. Se había convertido en un dios, irradiaba esplendorosa luz con sus magníficas alas blancas ocupando toda la mazmorra. Su mirada había cambiado, su expresión serena y confiada alentó a Jezabel. Él le dirigió una mirada dura y ella entendió su impaciencia. Aceptaría todo lo que él quisiera hacerle, así que se giró. En cuanto apoyó las manos sobre la pared de la mazmorra, el látigo volvió a restallar contra su piel. Ella se tragó una protesta tras otra mientras él la azotaba. Ya no había lugar en su cuerpo que no hubiese quedado marcado con látigo, el dolor ya había dejado de existir. Solo quedaba la certeza de que con cada golpe, Castiel la hacía un poco más suya.

Estás preciosa —alabó Castiel, dejando caer un latigazo en su cintura—. Ojala pudieras verte como yo te veo, desnuda y sometida. Te deseo...

Inesperadamente, los azotes cesaron y Castiel la abrazó. Sus manos acariciaron su cintura, su vientre y sus pechos. Aquello estaba prohibido, él nunca había hecho algo que estuviese prohibido. La hizo girar, la empujó contra la pared y empezó a besarla. Había desesperación en su boca cuando la obligó a separar los labios. Jezabel no pudo contener más su deseo y rodeó su cuello con los brazos, apretándose a su cuerpo. Castiel la acarició como nunca debería haberla acariciado y ella se murió de impaciencia.

¿Qué haces? —le preguntó entre beso y beso—. ¿Qué estás haciendo? —necesitaba saber.

Lo que debería haber hecho, Jezabel. Debí caer junto a ti, y no lo hice por pura cobardía. Te deseo y es hora de demostrártelo —la levantó del suelo con ambas manos y la sostuvo contra la pared, metiéndose entre sus piernas. Ella jadeó con nuevas lágrimas en su rostro, sintiendo un enorme regocijo—. Voy a hacerte definitivamente Mía...

Las alas de Castiel cubrieron los dos cuerpos, ocultándolos de la luz cuando los dos sucumbieron a los deseos prohibidos.


by Paty C. Marín


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Los ojos azulados de Castiel examinaron con gran avidez la espalda desnuda y enrojecida de su cautiva. Llevaba más de una hora azotándola, tratando de que la diablesa de piel pálida entrara en razón y regresase a la luz. Desde que Jezabel abandonó el Reino de los Cielos, su mundo ya no era el mismo. Aunque no quisiera reconocerlo, Castiel sabía que la causa del gran vacío que lo embargaba era debido a la pérdida de su compañera. No podía perdonarle que años atrás cayera junto con otros muchos ángeles, siguiendo a ciegas a Lucifer, yendo directamente al Infierno y de este modo, se alejara de él. Nunca.

Ahora tenía la oportunidad de persuadirla, de hacerle entender su gran error y haría que comprendiera que su lugar era estar junto a él, en el Cielo. Con esa determinación, el General de los soldados de las Huestes Brillantes alzó una vez más el musculoso brazo con el que aferraba el látigo de cuero y lo dejó caer sobre la piel blanquecina de la espalda femenina.

En respuesta, la cautiva dio un respingo tan visible que las cadenas se sacudieron golpeando unos eslabones con otros, creando un tintineo peculiar. Aquel latigazo, como los anteriores, también hacía mella en el alma de Castiel. El implacable Arcángel estaba totalmente enamorado de Jezabel, pero no podía ni quería reconocerlo; el amor estaba prohibido para ellos, para los seres celestiales.

Con resignación, el ángel volvió a castigarla con un nuevo latigazo que resonó entre aquellas cuatro paredes de piedra, llenando el silencio que los envolvían con el sonido de los estremecimientos de la diablesa. En esta ocasión, Jezabel no pudo evitar derramar una cristalina lágrima, la cual humedeció sus suaves mejillas de alabastro. Aquello solo provocó que Castiel se estremeciera y suspirara con pesar. Dejó caer el látigo al suelo y se aproximó con paso indolente al cuerpo encadenado de la mujer.

Jezabel... —le susurró con voz imperiosa y jadeante por el esfuerzo. Quería que la mujer reaccionara de una vez, que implorara perdón. Pero algo en la mente de Castiel le aseguraba que nunca lo conseguiría; que nunca lograría doblegar a la indómita Jezabel.

Sintió como la mujer se estremecía tras oírle pronunciar su nombre y eso le gustó, pero ella no cedió, tal como sospechaba. Simplemente, continuó sollozando en silencio. Se alejó de ella lo suficiente para poder contemplarla en toda su totalidad. Allí la tenía, cerca, muy cerca, ante él. Completamente desnuda, atada de pies y manos, sometida, indefensa. A su merced. No podía negar que Jezabel era una criatura hermosa, sublime. Su luz brillante, cuando aún la poseía, era resplandeciente y cegadora. Y, Dios sabía, que incluso sin esa luz, aquella belleza en Jezabel seguía siendo pura y abrumadora. Su cuerpo nunca se había sentido atraído por ninguna de las féminas que poblaban el firmamento; sólo reaccionaba ante Jezabel y ahora, en ese mismo instante, Castiel no pudo evitar sentirse intimidado por la terrible muestra de exaltación que demostraba lo loco que se sentía por ella.

Rabioso por saberse débil, descargó su frustración con un nuevo azote despiadado que robó momentáneamente la respiración a la mujer. Ella gritó por la sorpresa y se estremeció una vez más de forma violenta. Sin duda, este último golpe había sido más fuerte y le había causado más dolor. Un estremecimiento recorrió la espalda de Castiel, un hormigueo que se concentró justamente en ese lugar de su cuerpo que hasta ahora había considerado un auténtico estorbo.

Con la mandíbula fuertemente apretada y su cuerpo en completa tensión, el ángel se acercó nuevamente a ella hasta ponerse cara a cara. Al encontrarse con que la mujer tenía el rostro agachado, alzó la mano que tenía libre y le sostuvo con firmeza la barbilla para que sus miradas pudieran encontrarse. El contacto con su piel le produjo inevitablemente una descarga eléctrica, como fuego líquido que le quemaba por dentro y bajó directamente hacia el lugar bajo su vientre, instalándose en su regazo. Fue como si la sangre de todo su cuerpo se concentrase en un único punto. Ignorando esa sensación tan desconcertante, se concentró de nuevo en su cautiva.

Ríndete —le dijo con voz dominante. En respuesta, ella le miró sorprendida, pero no dijo nada—. No tienes a dónde ir... —prosiguió, sin dejar de mirarla fijamente. Pero la diablesa continuó guardando silencio, únicamente emitió un débil gemido que solo sirvió para que su cuerpo se endureciera más todavía. Castiel reprimió el aluvión de pensamientos oscuros que le cruzaron por la mente—. Por favor, vuelve con nosotros. Regresa a la luz y abandona la oscuridad que abrazaste siguiendo las mentiras de El Maligno...

En lo más hondo, rezó en silencio para que su súplica fuera escuchada y que ella cediera. Tenía que ceder, aceptar, cambiar de bando. Pero no fue así, ahora con más determinación que nunca, Jezabel apretó los labios en un claro mohín de determinación. La diablesa se negaba a rendirse. Y, maldito fuese Lucifer, aquella testarudez le hizo hervir las entrañas de puro deseo.

Castiel no entendía sus razones, no sabía porque ponía tanto empeño en continuar siendo una diablesa. ¿Qué ventajas tenía ser un ángel caído? ¿Acaso la oportunidad de poder amar sin miedo a ser castigado por ello?. Aquella posibilidad era francamente tentadora... Pero él tenía sus principios y al igual que ella, se resistía a rendirse también a lo que ya resultaba demasiado evidente.

¡Jezabel!. Por el amor de Dios... —protestó, afirmando con más fuerza la sujeción de sus dedos sobre la mandíbula de la mujer, hasta el punto de que sus nudillos se pusieron blancos.

Castiel... —murmuró ella con voz áspera, mientras unas pocas lágrimas caían esta vez sin control alguno por su perfecto rostro sonrojado. Oírla pronunciar su nombre con aquellos labios tensos y sonrosados le provocó un torrente de deseo. El ángel no pudo evitar mirarla fascinado, con brillo en sus ojos, creyendo que por fin lo había conseguido. Se dio cuenta de su equivocación cuando ella dejó de llorar y le sonrió—. No debes pronunciar el nombre de Dios en vano —se burló la diablesa ante sus narices.

Sin poder evitarlo, el rostro de Castiel se descompuso, reflejando la decepción que sentía en esos momentos. Soltó su mentón con un movimiento brusco y la miró con ira. Levantó el látigo una vez más llenando el silencio del lugar con el zumbido que éste produjo al romper el aire y lo dejó caer sobre los temblorosos muslos de la cautiva. Ella se dobló por el impacto, tensando las cadenas y lanzando un grito desgarrador que se grabó a fuego en su mente. No se detuvo, continuó azotándola indiscriminadamente en distintas partes de su anatomía. Cada cruel latigazo iba acompañado por un gemido femenino. Parecía que la mujer disfrutaba con la tortura y, la verdad fuese dicha, cada golpe enardecía su deseo más que antes.

Por favor... —imploró ella—. No te detengas... —sollozó con los dientes apretados y el rostro enturbiado por el placer.

Con rabia, Castiel comprobó que estaba en lo cierto, que ella lo estaba disfrutando. Dejó de golpearla y como un poseso la agarró con firmeza de los rubios cabellos, obligándola a que abriera los ojos y lo mirase.

No hables. No quiero que... digas una sola palabra más —demandó con determinación. Había vacilado antes de hablar y eso solo lo puso más furioso. Soltó el látigo y dejó que éste cayera al frío suelo. Con ambas manos libres, sostuvo su rostro—. Hace años que esperaba este momento, Jezabel. El momento en que te castigaría por tu traición, el momento en que lograría hacerte cambiar de opinión, el momento en que regresarías con nosotros. ¡Pero eres testaruda!. ¿No lo entiendes?. Te ofrezco la redención...

No quiero regresar con vosotros —contestó la diablesa con orgullo, interrumpiéndole. Oh, por amor del Cielo, cada vez que ella hacía algo como eso él se estremecía hasta la punta de los cabellos—. No quiero volver a someterme, no quiero ocultar lo que siento, no quiero tener una existencia vacía. Quiero vivir, amar y ser libre de someterme a quién yo quiera... Eres tú el que no entiende.

Castiel apretó nuevamente la mandíbula con fuerza y su nariz aleteó descontroladamente. La furia y una mezcla de sentimientos que iban desde rabia, impotencia y resignación dominaron su autocontrol. A estos pensamientos se le mezclaron otros más oscuros que se apoderaron de todo su ser como el veneno de una serpiente cuando invadía el torrente sanguíneo. No podía controlarse. Simplemente, no podía. Ella estaba ahí, delante de él, terca y desafiante. Orgullosa, desnuda y a su merced.

El deseo de poseerla lo consumió. Eso era lo que quería, poseerla y hacerla suya. Hacerle entender y meterle en esa cabeza que él era quién tenía razón, y si para eso tenía que hacer lo que estaba pensando, lo haría. La dejaría así, atada y usaría toda la fuerza de su cuerpo en inculcarle sentido común. Se metería en ese lugar prohibido de entre sus piernas, se metería en ella y luego se metería bajo su piel hasta que el único nombre que gritase fuese el suyo. Lo había visto, había visto a demonios menores y a otros más poderosos sucumbir al placer de la carne, gozar de éxtasis. Durante un momento se preguntó cómo sería tocar el cuerpo de Jezabel, cómo sería acariciarla pecaminosamente, cómo reaccionaría su cuerpo ante sus dedos. Y cómo de calientes tendría los labios, o los muslos, o…

Hacer eso acabaría con todo. ¿En qué estaba pensando?. Repentinamente sintió la necesidad de alejarse de ella, apartar de su mente aquellos pensamientos lascivos. Separó las manos de su rostro para dejar de sentir el calor de sus mejillas y le dirigió una mirada cargada de indiferencia. Si ella lo quería así, él no era quién para llevarle la contraria. No iba a obligarla. Y ya no aguantaba más su terquedad ni el deseo irrefrenable de convencerla por otros medios más pecaminosos. Negando con la cabeza en un claro gesto de rendición, tratando de sacarse de encima aquellas lujuriosas fantasías, se agachó y le soltó los grilletes de los tobillos y luego hizo lo mismo con el de sus muñecas.

Nada más sentirse libre de ataduras, la mujer cayó de rodillas al suelo frente a él, incapaz de mantenerse de pie por sí misma. Sus miradas no llegaron a encontrarse, pues el ángel le dio rápidamente la espalda.

Ha llegado tu hora, Jezabel. El arcángel Azrael se encargará de ti...

Aquello no era lo que él realmente quería, pero no le quedaba otra opción. Era eso, o caer también con ella e irse directamente al Infierno y ninguna de las dos opciones le satisfacían.

¡No! —gritó ella a la vez que se arrastraba por el sucio suelo hasta sus pies, antes de que abandonara la mazmorra. Se apretó a sus rodillas y Castiel puso toda su fuerza de voluntad en no ceder ante aquel contacto—. Hazlo tú, Castiel. Si alguien tiene que matarme, has de ser tú, por favor... castígame como merezco... —suplicó con más lágrimas empapando su rostro, pero esta vez eran lágrimas de desesperación y tristeza—. Soy una aberración de la naturaleza, Castiel... solo tu mano puede matarme... concédeme al menos esa gracia, te lo ruego —alzó la vista buscando la mirada compasiva del ángel y cuando la encontró, decidió confesarse—. Te amo, Castiel…

Aquello barrió de un plumazo toda la compostura de Castiel. Le temblaron las rodillas que ella sujetaba, cerró los puños con fuerza y un vertiginoso serpenteo se enroscó en sus entrañas, haciendo que aquella parte de su anatomía siempre inerte cobrase vida.

Siempre te he amado –prosiguió ella. Su voz había dejado de temblar y ahora hablaba con seguridad. Y estando así de esa postura, arrodillada a los pies de su verdugo, apretando el pecho desnudo y sudoroso a sus piernas, añadió— Acaba conmigo para eliminar la vergüenza que sientes por mi...

Durante una fracción de segundo vaciló sobre si debía creer o no en sus palabras. Quizá aquella confesión de amor era una treta de la diablesa para engañarlo, para tentarlo, para hacerle caer. Por eso no pudo seguir escuchándola más y no permitió que terminase la frase.

Con fiereza la sujetó del pelo dorado enredando sus dedos entre sus suaves mechones y la empujó de cabeza contra el suelo, doblándola sobre sus rodillas y exponiendo su redondeado trasero. Aquella curva blanca, casta y deliciosa. Sin vacilar, descargó un fuerte azote sobre una de sus nalgas y aunque ella se retorcía bajo su presa y sollozaba sin control alguno, él continuó azotándola un par de veces más. La mano entró en contacto con la piel de Jezabel y cada azote la hacía arder más y más, enrojeciéndola y enardeciéndola. Y cada sacudida de su cuerpo era como una tentación irresistible.

No hables más Jezabel. ¿Acaso te he dado permiso para hablar? —protestó con voz contenida, descargando un nuevo azote sobre la piel enrojecida de su trasero. Escucharla solo servía para que él se volviera loco—. Dí, ¿acaso te he dicho que puedas hablar? –insistió, tratando de contenerse.

No, mi Señor, no... —contestó ella entre sollozos.

Y Castiel explotó y no pudo aguantar más la necesidad de sentirla sometida a su merced. Sin pensárselo dos veces, tiró de nuevo de sus cabellos y la tumbó de espaldas contra el frío suelo de la mazmorra, forzando su postura de tal manera que la mujer permaneciese arrodillada. Ella comenzó a removerse inquieta, pero se detuvo cuando el ángel cubrió sus labios con los suyos. Castiel no pudo controlarse y la devoró con decisión. Exigió en silencio sus besos, obligándola a abrir los labios para permitirle tomar todo de ella hasta que ambos quedaron jadeantes y con los labios hinchados. Lentamente se apartó de ella y le lanzó una mirada ardiente.

Entonces, a menos que te diga que hables, no digas nada... —masculló mientras contemplaba su cuerpo desnudo con ojos brillantes y ardiendo de deseo. Jezabel tenía los labios de un intenso color carmesí, el cuerpo en tensión, doblado en una postura incómoda y claramente sumisa. Cuando se cubrió con los brazos en un ataque de pudor, Castiel rodeó sus muñecas con los dedos y se las apartó, dejándolo nuevamente expuesto para su disfrute. Se deleitó con sus curvas, con la redondez de esos pechos que siempre había vislumbrado con lujuria tras vaporosas túnicas, con su vientre y sobre todo, con eso que había entre sus piernas.

No te cubras. Quiero verte.

Ella obedeció sin rechistar, alzando su pecho con orgullo para que él pudiera contemplarla bien, en todo su esplendor. Y aunque Castiel nunca había sucumbido a los placeres de la carne, ya que era algo prohibido para los suyos, no pudo evitar devorarla con la mirada, quemándola con las brasas del fuego que a él mismo lo estaban consumiendo.

Siempre fuiste más valiente que yo, Jezabel... —murmuró él posando una mano firme sobre su vientre plano y cuando la diablesa jadeó por aquel contacto tan poco honrado, retorciéndose con las piernas dobladas bajo su cuerpo, Castiel apretó con más fuerza el puño en sus cabellos y volvió a besarla con un hambre atroz, tragándose sus gemidos, deleitándose con el roce de su respiración en la lengua. Ella respondió al beso con la misma pasión y suspiró, para deleite de Castiel—. Siempre fuiste un sueño inalcanzable... hasta ahora.

Tras revelar su más osucoro secreto, Castiel abrió sus alas blancas, extendiéndolas en toda su envergadura, espléndidas y brillantes como un sol radiante. Curvándolas en un arco perfecto cubrió su cuerpo y el de Jezabel, rozándole suavemente la piel con el extremo de sus alas y su temblor fue tan delicioso de sentir como de ver. Ella le miró, seguramente sin entender el cambio que había obrado en él. Ni él mismo sabía lo que estaba haciendo, simplemente era consciente de la urgente necesidad que tenía de tocarla como un hombre mortal toca a la mujer a la que ama. Con lentitud, deslizó la mano que acariciaba su vientre descendiendo hasta el punto donde se unían sus muslos. Con la pasión encendida y quemándole las entrañas de pura necesidad, Castiel rozó con los dedos la sensible superficie de los pétalos cremosos de su amada. Los dedos le ardieron al contacto y notó, para su sorpresa, que aquella parte estaba… húmeda. Observó la reacción de ella, Jezabel puso los ojos en blanco y se arqueó de deseo.

Oh, por Dios... —el gemido brotó de los labios femeninos en forma de lamento, haciendo sangrar el alma de Castiel de puro ardor. Pero, controlado, se rió en respuesta.

No pronuncies el nombre de Dios en vano, Jezabel... —se burló sin dejar de acariciarla suavemente con dedos tiernos. ¡Oh, que suave y caliente que era aquella parte!.

Castiel —gimió ella con los ojos llorosos—. Quiero hablar...

Habla —permitió el hombre, mientras profundizaba la caricia. Tanteó, estudiando la forma de su sexo, descubriendo todos sus rincones hasta que, de pronto, encontró algo y ella en respuesta, sollozó al sentir una repentina invasión en el interior de su cálida cavidad. Castiel se sintió mareado al notar aquel calor abrasador en los dedos.

No me someteré a tu dios, Castiel —balbuceó ella con los ojos cerrados. Estaba sintiendo sus dedos en el interior de su cuerpo y eso parecía gustarle mucho, porque sus mejillas se habían enrojecido y le temblaba todo el cuerpo. — Pero... a ti sí. A ti si quiero someterme... a ti deseo servirte, complacerte y...

—Ya basta —ordenó, besándola y no dejándola terminar la frase, mientras detenía las caricias que le procesaba entre sus piernas para acariciarle la cintura y sus caderas. Sus manos ya no la tocaban de manera cruel, ahora eran tiernas y quería que ella se percatase de su dulzura. Tenía los dedos húmedos y todavía calientes. ¡Cuanto deseaba tocar de nuevo esa calidez!—. ¿Quieres someterte a mí?. Ponte en pie, acércate a esa pared y apoya las manos sobre ella —ordenó con voz ronca de pasión.

Jezabel obedeció con presteza, mirándole una sola vez antes de darle la espalda. Sus ojos eran dos fuegos encendidos. Castiel la miró con dureza para que se apresurara en obedecerle. Estaba impaciente, exaltado, en cuanto ella apoyó las manos sobre la pared de la mazmorra, hizo restallar el látigo sobre su espalda desnuda. Quería marcarla, dejar su huella, hacerla suya y con esas intenciones, la azotó tantas veces que no quedó lugar en su cuerpo que no hubiese sido marcado con su látigo.

Estás preciosa —la alabó, dejando caer si piedad un latigazo en su cintura. Estaba tan hermosa, tan preciosa—. Ojala pudieras verte como yo te veo, desnuda y sometida. Te deseo...

Castiel ya no pudo aguantar más la necesidad de hacerla suya. Dejó de golpearla y la abrazó. Con manos ansiosas acarició su cintura, su vientre y sus pechos. ¡Oh, sus pechos, que delicia, tan suaves y blandos!. Él sabía que aquello estaba prohibido, nunca antes había hecho algo que no estuviese permitido, pero no pudo contenerse. Dejó atrás sus principios, su fe, todo. La hizo girar, la empujó contra la pared y empezó a besarla, a morderle los labios calientes. Con desesperación, la obligó a fundir los labios con los suyos. Jezabel obedeció y accedió gustosamente a darle permiso para que invadiera su húmeda boca, mientras rodeaba su cuello con los brazos, apretándose a su cuerpo. Piel contra piel, aquello era la gloria. Castiel la acarició como nunca debería haberla acariciado, pero ya nada le importaba, había encontrado el paraíso entre sus brazos, en su boca y deseaba encontrar también el paraíso entre sus piernas.

¿Qué haces? —le preguntó la diablesa entre beso y beso—. ¿Qué estás haciendo? —insistió una vez más. Ni siquiera él lo sabía.

Lo que debería haber hecho, Jezabel. Debí caer junto a ti, y no lo hice por pura cobardía. Te deseo y es hora de demostrártelo —le confesó al fin mientras la levantaba del suelo con ambas manos y la sostenía contra la pared para, por fin, meterse entre sus largas piernas —. Voy a hacerte definitivamente Mía...

Y sin más, Castiel dobló sus espléndidas alas blanquecinas cubriendo los dos cuerpos, ocultándolos de la luz para cuando sucumbieran a los deseos prohibidos.


by D.C. López



FIN

Lilian

6 comentarios:

  1. :O Nosotras ya lo tenemos, ahora mando un mail para preguntar a mi compañera si lo tiene listo

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  2. Oh!, k ilusión me ha hecho ver al fin nuestro relato akí >.<

    Espero k todo aquél k se anime a leerlo le guste y deje su opinión akí O.o

    Saludos guapa y feliz comienzo d semana!, muak!

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  3. No tengo palabras, lo único que puedo decir es que han sido maravillosos, me habéis transmitido unas sensaciones mágicas e inigualables. GRACIAS POR ESCRIBIR ASÍ.

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  4. Wao está super esta historia, me gustaría seguir leyendo más. Felicidades.

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  5. ¡Que amor tan apasionado! ¡Me gusto muchisimo el relato! :)

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  6. Es una historia muy bonita, una realidad disfrazada que, en algún momento hemos vivido. Eres una gran escritora, admirable!

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Tu comentario me alegra a seguir escribiendo...GRACIAS!!